Hace apenas tres años, en 2022, teníamos catalogados unos 30.000. En 2016, solo 15.000. Y a principios de siglo, apenas conocíamos un millar. Fijaos en la curva: es exponencial. Luca Conversi, que dirige el Centro de Coordinación de Objetos Cercanos a la Tierra de la Agencia Espacial Europea (ESA), lo ha dicho claramente: esto no va a parar. Al contrario, va a acelerar. De esos 40.000 objetos, los expertos de la Oficina de Defensa Planetaria de la ESA han calculado las órbitas hacia el futuro. Utilizan sistemas de software muy avanzados que proyectan el camino de la roca con años, décadas, e incluso siglos de antelación. Ninguno de los 40.000 asteroides conocidos supone una amenaza para la Tierra en el futuro previsible. Sin embargo, los asteroides de más de un kilómetro de diámetro si pueden suponer un peligro. Esos son los «asesinos de planetas», los que podrían acabar con la civilización tal como la conocemos, al estilo de lo que les pasó a los dinosaurios. De esos, hemos encontrado casi el 95% y ninguno viene hacia aquí.
La palabra 'extinción' no describe lo que les pasó a nuestros primos. No hubo un genocidio, ni tampoco una aniquilación masiva. Lo que sí hubo fue amor. O, por lo menos, mucho sexo, un mestizaje constante y prolongado que, como una gota de tinta en un vaso de agua, acabó por diluir la identidad genética neandertal en nuestro propio genoma, hasta hacerla prácticamente indistinguible. Imaginemos el siguiente escenario. Por un lado, tenemos al neandertal, una población pequeña, dispersa y con movimientos migratorios limitados. Por el otro, tenemos a Homo sapiens saliendo de África, con una población muchísimo más numerosa, un reservorio genético inagotable. Así, y a medida que que oleadas constantes de Homo sapiens iban llegando a las 'islas' de territorio neandertal, tanto el contacto como el cruce se producían inevitablemente. La descendencia de esas uniones se integraba, en su mayoría, en la población más grande, la del Homo sapiens, que era la que ofrecía mayores probabilidades de supervivencia y reproducción continua.
Este nuevo mundo es un exoplaneta que está a solo 20 años luz de la Tierra. Los datos obtenidos por los científicos de la Universidad de Penn State sugieren que GJ 251 c. es casi cuatro veces más masivo que la Tierra y que muy probablemente sea un planeta rocoso. También es sorprendente su ubicación, ya que se encuentra en lo que los astrónomos llaman la Zona Ricitos de Oro. Por eso, los autores del estudio recién publicado en The Astronomical Journal, creen que es su «mejor oportunidad de encontrar vida en otros lugares». El equipo partió de datos base recopilados a lo largo de más de 20 años y los combinaron con la nueva precisión del Habitable-Zone Planet Finder (HPF). Primero, mejoraron la medición de un planeta interior ya conocido, el GJ 251 b. Pero la combinación de datos reveló una segunda señal, mucho más fuerte, que se repite cada 54 días. Este fue el indicador inequívoco de la presencia del masivo GJ 251 c!
Las firmas magnéticas fosilizadas en las rocas del Periodo Ediacárico muestran unas fluctuaciones tan salvajes y caóticas que parecían indicar que sucedió algo increíblemente inusual. Un equipo internacional de investigadores, liderado por el geólogo David Evans de la Universidad de Yale, ha propuesto una explicación audaz que no solo resuelve la anomalía, sino que abre una nueva ventana a la historia profunda de la Tierra. Sus hallazgos han sido publicados en la revista Science Advances. La investigación concluyó que el problema no eran los continentes, sino el propio campo magnético terrestre. Además, desarrollaron un marco matemático innovador que a partir de ahora permitirá a los investigadores analizar los datos paleomagnéticos caóticos del Ediacárico y, en lugar de promediarlos simplemente, encontrar el orden que hay oculto dentro de ese desorden.
La noticia llegó hace apenas unos días desde el Instituto de Ciencias Naturales de Islandia: la presencia de mosquitos ha sido confirmada en territorio islandés por primera vez en la historia de esa nación nórdica. Fue de la siguiente forma. Un aficionado a los insectos, un tal Björn Hjaltason, estaba en una granja en Kjós, al norte de Reikiavik, observando sus trampas para mariposas, que consisten en una cinta impregnada en vino tinto para atraerlas. Y allí, en esa inusual trampa de vino, a la caída de la tarde del 16 de octubre, nuestro amigo vio algo raro. Una "mosca extraña", dijo él. La capturó de inmediato, sospechando la verdad. Aquel insecto, y los dos que atrapó después, resultaron ser, tras el análisis del instituto, tres ejemplares de la especie Culiseta annulata: dos hembras y un macho. El entomólogo Matthías Alfreðsson, del Instituto de Ciencias Naturales islandés, lo ha dejado claro: los ejemplares encontrados son de la especie Culiseta annulata, un mosquito grande, extendido por Europa y resistente al frío. De hecho, está adaptado a hibernar como adulto en lugares protegidos, como sótanos o graneros. Pueden sobrevivir a inviernos largos y crudos. Y esto nos lleva directamente a los culpables de este asalto biológico, que son dos: el cambio climático y el transporte internacional.
Sin perder un solo minuto y desde el momento mismo en que fue detectado por el sistema ATLAS (de ahí su nombre) en julio de este mismo año, los amantes de la conspiración se pusieron en marcha: que si no es un cometa, que si es una sonda alienígena camuflada, que si su silencio esconde una tecnología hostil. Incluso el célebre astrofísico de Harvard Avi Loeb, siempre dispuesto a poner el cascabel al gato, se convirtió en una de las voces que apuntaba a un posible origen artificial del objeto. Lo cual ha avivado, sin duda, las llamas en un Internet siempre dispuesto a incendiarse a la más mínima insinuación.
Para entender la importancia de este hallazgo, hace falta darle un repaso a un concepto fundamental en la astrofísica: la metalicidad. Y aquí es donde entra en escena nuestra protagonista: SDSS J0715-7334. Porque esta estrella ha pulverizado todos los récords conocidos de pureza. De hecho, es aproximadamente 20.000 veces más pobre en metales que nuestro Sol. Los datos preliminares de su espectro, presentados en el servidor arXiv a la espera de revisión por pares, sugieren que su metalicidad total es tan baja que supera incluso a las galaxias más distantes y supuestamente "vírgenes" que hemos podido observar con el telescopio espacial James Webb en el borde mismo del Universo observable. Para hacernos una idea, nuestra estrella protagonista es diez veces más pura que esas remotísimas galaxias. Es, en esencia, la estrella más cercana a lo que llamamos una estrella prístina, o libre de metales, que hemos encontrado hasta ahora.
Para entender por qué una parte del mundo se acostó un 4 de octubre de 1582 y se despertó un día 15, debemos remontarnos muchos siglos en el tiempo. De hecho, más de 1.600 años atrás. Estamos en el 45 AC y Julio César acaba de instaurar en gran parte de Europa un calendario que lleva su nombre, el calendario Juliano. Era un avance notable para su época, pues fijaba el año en 365 días y medio, y añadía un día extra cada cuatro años, el famoso año bisiesto.Pero, como bien sabe cualquiera que dependa de los ciclos de la Naturaleza, en los cálculos astronómicos la perfección no existe. Y el problema, en este caso, radicaba en un pequeño 'desfase' del calendario juliano.
Bajo la dirección de la doctora Nadine Lavan, los investigadores han puesto el dedo en la llaga de una realidad que avanza a una velocidad que supera nuestra capacidad de asimilación, tanto ética como legal. Lavan y su equipo partieron de una premisa simple: ¿Sigue sonando a «falso» el habla generada por IA? ¿Podemos, como oyentes promedio, diferenciar sin dificultad una voz humana de una artificial? La respuesta es un rotundo y escalofriante no.
Un planeta joven, solitario y voraz, capaz de engullir materia como una estrella recién nacida, obliga a replantear las fronteras del cosmos: ¿dónde termina un mundo y comienza una estrella? Cha 1107-7626, que está a unos 620 años luz de la Tierra, en la constelación de Camaleón, es especial incluso entre sus congéneres. Tiene una masa considerable, entre cinco y diez veces la masa de nuestro Júpiter. Y a pesar de ser solo un "bebé" cósmico, con apenas uno o dos millones de años de edad, todavía está creciendo. Cosa que hace absorbiendo gas y polvo de un disco de materia que aún lo rodea. Durante uno de los episodios de observación, este joven mundo errante aceleró su crecimiento de forma dramática, multiplicando por ocho la velocidad a la que venía "alimentándose". ¿La cifra? Escuchad bien: seis mil millones de toneladas de gas y polvo por segundo. Es, con diferencia, la tasa de acreción más alta jamás registrada para un objeto de masa planetaria. Un auténtico atracón cósmico que no tiene precedentes.
Loeb saltó a la fama mundial hace unos años por sus controvertidas teorías sobre 'Oumuamua', el primer objeto interestelar jamás detectado, en 2017, del que sugirió que podría ser una "vela de luz" de origen alienígena, una especie de nave propulsada por la luz de una estrella. Y ahora, con 3I/ATLAS, ha vuelto a la carga. Y sus nuevas ideas son aún más inquietantes. Loeb, con su inconfundible estilo que mezcla la rigurosidad académica con la audacia de la ciencia ficción, ha planteado la hipótesis de que 3I/ATLAS no es un simple cometa, sino una sonda extraterrestre, una nave que podría haber sido enviada con un propósito deliberado.
Hace apenas un par de semanas un estudio publicado en Journal of Neuroscience ha echado un jarro de luz sobre esta delicada y difícil cuestión. Y es que un equipo de neurocientíficos alemanes, dirigidos por investigadores de la Universidad de Tubinga, se propuso averiguar si la forma en que nuestro cerebro procesa los colores es similar entre personas distintas. Para lo cual reclutaron a un grupo de 15 voluntarios y los sometieron a un experimento tan elegante como revelador.
Un estudio reciente, publicado en la prestigiosa revista Physical Review D por el equipo de investigadores de la Universidad de California en Riverside, nos propone una idea revolucionaria: utilizar estos exoplanetas como si fueran gigantescas sondas de materia oscura. La premisa es fascinante. Los investigadores se centraron en un modelo particular de materia oscura: el de la materia oscura superpesada no aniquilante. ¿Qué significa esto? Pues, de forma sencilla, que las partículas de materia oscura serían extremadamente masivas, mucho más que cualquier partícula conocida, y que además, a diferencia de la materia y la antimateria, no se aniquilan al entrar en contacto. Este detalle es crucial, porque si estas partículas se toparan unas con otras, en lugar de desintegrarse, simplemente se quedarían ahí, acumulándose.
Un grupo de científicos ha desenterrado unas huellas fosilizadas que adelantan en al menos 10 millones de años la primera migración de peces fuera del agua, reescribiendo el guión de cómo y cuándo los vertebrados empezaron a conquistar la superficie terrestre.La noticia, publicada en la revista Scientific Reports, es de esas que obligan a los paleontólogos a frotarse los ojos dos veces. Christian Klug, un reputado paleontólogo de la Universidad de Zúrich, lo confiesa sin tapujos: "Al principio, no quería creerlo". Pero tras analizar los nuevos datos y visitar personalmente el yacimiento, se rindió a la evidencia: Un pez, incluso sin patas, se atrevió a dar el primer paso fuera del agua.
Punctum es un objeto astronómico recién descubierto en la galaxia NGC 4945, a 11 millones de años luz. A diferencia de otros fenómenos, solo se detecta en ondas de radio milimétricas, lo que ya lo hace singular. Su luminosidad es descomunal: miles de veces mayor que la de un magnetar y más intensa que casi todas las supernovas conocidas, aunque compacto y con un campo magnético sorprendentemente ordenado. Los científicos barajan que sea un magnetar extremo o una supernova interactuando con su entorno, pero ninguna hipótesis encaja del todo. Es el primer objeto de este tipo identificado y se descubrió casi por azar durante observaciones con el ALMA. Próximos estudios buscarán desvelar su verdadera naturaleza.
Durante mucho tiempo, los científicos se han centrado en los genes, las "frases" que codifican proteínas, las piezas fundamentales que construyen nuestros cuerpos. Pero, ¿qué hay de los espacios en blanco? Es decir, de aquellos que no parecen tener función alguna? No sin algún desprecio, nos hemos referido a ellos como 'ADN basura', pero la investigación de las últimas décadas nos ha enseñado que ese material "silencioso" está muy lejos de ser inútil. De hecho, es la orquesta que dirige y organiza a los genes.
Una nueva investigación, publicada en la prestigiosa revista mensual de noticias de la Royal Astronomical Society, ha desvelado un secreto que se escondía en el corazón de esa galaxia. Y vaya secreto: un agujero negro con una masa de 36 mil millones de veces la de nuestro Sol. Es casi diez mil veces más pesado que Sagitario A*, el agujero negro supermasivo que habita en el centro de nuestra Vía Láctea y cuya masa equivale 'solo' a cuatro millones de soles.
Desde hace décadas, los cosmólogos han tenido claro que esta telaraña cósmica, la infraestructura, el andamio sobre el que se construye todo lo que vemos realmente existía. Las simulaciones por ordenador, modelos matemáticos que intentan replicar la evolución del universo, nos la mostraban con una claridad asombrosa. Un entramado de filamentos que se cruzan y unen, formando los cimientos de nuestra realidad. Pues bien, ahora la cosa ha cambiado. Un equipo internacional de investigadores, liderado por la Universidad de Milán-Bicocca y con la participación del Instituto Max Planck de Astrofísica, ha conseguido un hito histórico. Han logrado una imagen, la más nítida hasta la fecha, de uno de estos filamentos cósmicos.
¿Quién iba a decirnos que en lo más recóndito de nuestro propio ADN, en lo que antes llamábamos sin contemplaciones «basura genética», podría esconderse un código secreto, un lenguaje ancestral que dicta las reglas de nuestra propia existencia?
Un estudio liderado por Nicholas Strausfeld, de la Universidad de Arizona, y publicado en la prestigiosa revista Current Biology, ha revolucionado por completo esta visión. Strausfeld, en efecto, junto a un equipo de investigadores de Estados Unidos y Reino Unido, ha llevado a cabo un análisis exhaustivo de las características fosilizadas del cerebro y el sistema nervioso central de Mollisonia Symmetrica. Y lo que ha encontrado es sencillamente asombroso.
El astrónomo Adam Losekoot ha presentado el hallazgo en la Reunión Nacional de Astronomía de la Royal Astronomical Society de 2025 que se celebra en Durham, Inglaterra. Se centra en unas formaciones geológicas conocidas como «crestas sinuosas fluviales» (FSR, por sus siglas en inglés), o «canales invertidos». Para entender qué son, pensemos en un río terrestre que, con el tiempo, deposita sedimentos en su lecho. Si esos sedimentos se endurecen, se cementan, y el paisaje circundante, más blando, se erosiona con el paso de eones, lo que queda es el antiguo lecho del río, pero elevado, como una cresta. Es como si el molde del río se hubiera invertido, emergiendo de la tierra.
Volvemos hoy a una de las preguntas más incómodas de cuantas se formula la ciencia. ¿Estamos solos en el Universo? Para descubrirlo, hemos escudriñado el cielo con telescopios cada vez más potentes, y sin embargo nunca hasta ahora hemos encontrado la evidencia de una civilización tecnológica más allá de la nuestra. ¿Por qué esta aparente soledad cósmica? ¿Acaso no hemos sabido dónde o, más importante aún, cómo buscar?
¿Un año con 420 días? ¿O con 500? Aunque suene a ciencia ficción, hubo un tiempo en la historia de nuestro planeta en que realmente era así. Y no es que la Tierra tardara entonces más tiempo en hacer su recorrido alrededor del Sol, sino sencillamente que los días eran más cortos y, por lo tanto, cabían muchos más en un año. Lejos de ser una curiosidad sin importancia, esta realidad pasada nos revela una fascinante historia sobre la evolución de nuestro mundo, su Luna y el intrincado ballet cósmico que rige nuestros calendarios.
A 40 km sobre la gélida superficie de la Antártida, un experimento científico que consiste en una serie de antenas de radio suspendidas en un globo de helio ha captado una serie de señales 'incómodas', de esas que no encajan con nada conocido y que nos obligan a repensar lo que creíamos saber sobre el universo. Estoy hablando del proyecto ANITA (Antarctic Impulsive Transient Antenna), y lo que ha detectado son unos pulsos de radio que, por su naturaleza y origen, se resisten a encajar en las leyes de la física de partículas tal y como las conocemos. ¿Se trata de una pista que nos revelará nuevos secretos del cosmos, o quizás, incluso, de un atisbo de la esquiva materia oscura?
Durante décadas, el Big Bang ha sido el dogma, la verdad inmutable. Una explosión cósmica, un instante singular en el que el espacio, el tiempo y la materia brotaron de la nada, como por arte de magia. Una chispa primigenia que dio origen a todo. Una imagen potente, casi poética, que ha cautivado la imaginación de científicos y profanos por igual. Pero, ¿y si esa "explosión" no fue el inicio? ¿Y si nuestro Universo surgió de algo más? Algo que, a primera vista, podría parecernos exótico, pero que, paradójicamente, se asienta sobre cimientos de una física que conocemos muy bien.
Cada vez que miramos un mapa de la península ibérica, lo que vemos es una fiel representación a escala de una superficie de algo más de 580.000 km cuadrados. Que se convierten en 10,53 millones de km cuadrados si lo que estamos mirando es un mapa de Europa. Subamos ahora la escala, y observemos un mapa mucho más grande, digamos que del Sistema Solar entero. Algo tan enorme que los km dejan de ser útiles para medir su superficie, aunque si nos empeñamos mucho podemos calcular que es de más de seis trillones de km cuadrados. Y ahora, gracias al Telescopio Espacial James Webb, acabamos de conocer el que es, hasta ahora, el mayor mapa jamás creado por el hombre, uno que abarca casi 13.500 millones de años luz (a 'solo' 200 millones de años luz del Big Bang) y que contiene cerca de 800.000 galaxias.
¿Hasta qué punto es estable el Sistema Solar? Durante siglos, los astrónomos han escrutado el aparentemente inmutable 'baile' gravitacional de los planetas, orbitando el Sol en trayectorias que parecen eternas. Pero eso, por desgracia, no es cierto. Nuevas y reveladoras simulaciones por computadora, lideradas por el astrónomo Nathan Kaib del Instituto de Ciencias Planetarias, y Sean Raymond de la Universidad de Burdeos, acaban de presentar una perspectiva muy diferente y, por qué no decirlo, bastante más aterradora. La influencia gravitatoria de una simple 'estrella de paso' podría ser suficiente para alterar de un modo drástico el destino de nuestros mundos, incluida la Tierra.
A finales de este mes, China se apuntará un nuevo éxito espacial con el lanzamiento de la misión Tianwen-2, una ambiciosa expedición que tiene como objetivo un pequeño asteroide llamado 469219 Kamo‘oalewa. Un asteroide, por cierto, que no es como los demas. Se trata, en efecto, de uno de los siete cuasi-satélites conocidos de la Tierra y, lo que es aún más fascinante, podría ser el primer asteroide que vemos hecho exclusivamente de material lunar. Esta hipótesis, que pondría en jaque mucho de lo que sabemos sobre los impactos cósmicos, podría ser confirmada por los estudios de laboratorio de los fragmentos que Tianwen-2 recolectará y traerá de vuelta a la Tierra en aproximadamente dos años y medio.
La ciencia acaba de lograr una hazaña asombrosa: capturar el momento exacto en que dos corrientes eléctricas chocan entre sí para formar un relámpago. Este hito no solo nos acerca a comprender uno de los fenómenos naturales más espectaculares, sino que, por primera vez, revela el papel crucial que este proceso juega en la generación de poderosos rayos gamma, los más energéticos del Universo, aquí mismo en la Tierra.
Si hay un logro tecnológico que ha demostrado ser capaz de desafiar el tiempo, las distancias astronómicas e incluso la lógica de la ingeniería, ese es, sin duda, el de las Voyager 1 y la Voyager 2, las míticas sondas que la NASA lanzó en 1977 para explorar los confines del Sistema Solar y que hoy, 48 años después, siguen funcionando y enviando datos a la Tierra.